Era algo así como hacer un pacto con el diablo. Estar en la misma habitación que otras personas deliberadamente mainstream. Escuchar a un artista decir sin tapujos que su intención era alcanzar la cima comercial. Observar a alguien, en segundo plano, hablar de la misma filia que hace unos días estabas persiguiendo en algún establecimiento alternativo.

Sólo podías dar gracias porque hubiera sido algún mal sueño: encontrarte con alguien que había llegado antes que tú a algo o que aquello en lo que estabas profundamente metido, ya fuera de conocimiento público.

Allí donde muchos millenials nos criamos, en ese espacio de rampante esfuerzo esnobista y de consumo = identidad, el término mainstream era casi despectivo. Algo a lo que nadie quería llegar jamás; una palabra a eliminar de cualquier rutina. Y si se usaba, era con la única premisa de descatalogar o neutralizar algún producto cultural.

¿La razón? Distinción. Éramos siervos de la escasez, aunque fuera ilusoria: siempre sentaba mejor ser uno de los que primero llegaban a algo, aunque cuando observáramos que aquello a lo que habíamos llegado se escapaba fuera de nuestras casas, lo abandonáramos como algo caduco.

La extinción del llegar antes y el cambio en lo que entendemos como gatekeeper...

Era la toxicidad y autosabotamiento del ya extinguido hipster de los 90/00: prefería tener razón antes y por un tiempo limitado que poder, quizá, lucrarse a través de su conocimiento cuando aquello que adoraba llegara a tener una audiencia potencial. Ese tipo de hipster le daba asco el dinero: prefería sólo poder hablar con dos o tres personas de algo a oler algo de rentabilidad.

Hoy, algunos teorizan que la falta de este tipo de roles en los círculos y comunidades nos han sumido en una epidemia de mal gusto; el gatekeeper tradicional, el elitista, aquel que conservaba bajo llave ciertos artefactos y corrientes culturales para su beneficio posterior, fue dando paso a los jueces de lo cool o lo que no era cool, aquellos que seleccionaban orgánicamente (y obviamente sobre ciertos intereses) productos culturales por encima del bien y del mal. Lo cool era una categoría al margen. No solo importaba lo que hacían suyo, sino también lo que silenciaban.

En el reino de lo viral, nada de esto tiene validez.

Internet y los canales de redes sociales aplanaron la cultura y sus expresiones más marginales comprimiendo su significado y dejándolas en sus premisas y rasgos visuales.

En la actualidad, las corrientes o productos culturales que tienen menos visibilidad y son menos legibles acaban desapareciendo por falta de atención. De la misma manera, cada uno de nosotros actúa como una marca personal y comercia con la cultura que le atraviesa mercatilizando una identidad en constante cambio. Hoy, aquello de lo cool ocurre 24/7 y es una conversación directa con nuestra audiencia.

¿Qué sentido tiene entonces retener información en la era de la información? Además: si todo lo que consumimos está cada vez más preso de sus apariencias y se abusa de significantes en vez de significado, es fácil no comprometerse y generar un sentimiento de pertenencia distinto al de antes.

Una tensión en decadencia o ya inexistente: Mainstream VS Underground.

Cuando el lenguaje de las marcas y el marketing empezó a canibalizar nuestros reductos culturales hacerse mainstream era un insulto.

Un sinónimo de traición: todos querían ser estrellas como Prince o Michael Jackson pero querían hacerlo por arte de magia, sin tener que reunirse en ningún caso con alguna marca de ropa o de automóviles. Era como escupir a tus propios valores para alcanzar el éxito y la fama por el carril de alta velocidad.