Hace unas cinco semanas, esta publicación de i-D que quería servir como puerta de entrada al mundo de Dean Blunt, me hizo pensar. El contenido en sí, no. Más bien fue el contexto a su alrededor y sobre todo: las dos polaridades claras en su sección de comentarios.

El que pretendía ser un post para favorecer el descubrimiento de un artista que lleva más de una década conservando su aura alternativa, se transformó en un escaparate de dos tipos de conciencia muy distintas. Por un lado aquellos que recomendaban borrar el post para que Blunt no recibiera más atención de la cuenta y no se convirtiera, de repente, en algo mainstream. Y por otro los que recordaban a las nuevas generaciones presentes que a) gatekeepear un artista es algo muy boomer en nuestros tiempos y b) lo de Dean Blunt pasó hace mucho y no necesita que nadie le haga gatekeeping.

El post rezaba, en su primera frase: "Despite his extensive discography and hyped live sets, no one really knows much about Dean Blunt."

Nada genera más atracción que sentirnos que somos parte de esa escasa audiencia que va a conocer o conoce un secreto; aquellos que custodian un misterio al alcance de muy pocos. La sensación de diferenciación y por tanto adquisición de una relevancia cultural por encima de otros está presente desde las primeras sociedades como parte de lo que entendemos como lujo.

De los árbitros humanos a los árbitros algorítmicos.

La búsqueda y retención de la exclusividad como parámetro está cambiando constantemente, como también lo hace el concepto de gatekeeper o esa entidad humana o no humana que oculta, retiene o controla el acceso a información con el propósito de recoger un beneficio inmediato o futuro; esas entidades pueden ser élites, hipsters o algoritmos.

Y la exclusividad hace 600 años no es la misma que ahora; hace siglos Lorenzo de Médici podía pagar por tener obras únicas de los artistas que escogía en la frontera de un Renacimiento que ayudó a financiar; hoy una influencer cualquiera puede generar aspiracionalidad simplemente llevando una camiseta blanca desgastada con un mensaje singular hecho con serigrafía.

Ambos contenidos o productos, tanto la obra privada de un rico mecenas o la camiseta que porta la influencer se transforman en artículos de lujo por el simple hecho de ser inaccesibles (y/o ilegibles) para el común de la población: no sólo importa el dinero sino también la barrera de conocimiento que implantan de forma implícita los gatekeepers.

Lorenzo de Médici era uno de los pocos que en aquel contexto se podía permitir tener gusto; hoy, cualquier persona lo tiene y lo codifica constantemente en su día a día en redes sociales, haciendo de ello un producto a los ojos de su audiencia. Haciendo de su identidad algo con lo que se puede comerciar y con lo que puede adoctrinar a su comunidad.

De las élites florentinas a los recomendadores a sueldo digitales hay siglos de distancia y muchas cosas que nos vamos a saltar (por ahora); lo más importante a tener en cuenta es cómo el sustrato que da sentido a unos y otros acabó atravesando todas las clases sociales.