De oídas, el otro día, escuché a alguien que comparaba Boiler Room con el Tiny Desk. Pero no la comparación obvia; ambas son propuestas mitad concierto y mitad contenido digital con una gran reputación internacional. Dos formatos que se han expandido e influido convirtiéndose en un template, cada uno con sus singularidades. En la conversación intuí que las personas que hablaban querían decir otra cosa, pero no lo estaban expresando bien: tanto Boiler Room como Tiny Desk, que son para los aficionados de hoy lo más parecido a los MTV Unplugged, son de los pocos acontecimientos que todavía en la actualidad pueden disparar o destruir carreras profesionales en la música.
Triunfar, sea lo que sea eso en tu lógica y lenguaje, es cada vez más complicado por el exceso de oferta y la saturación, además de la homogeneidad. El Tiny Desk le cambió la vida a CA7RIEL y Paco Amoroso, así como se la cambió Boiler Room a Yousuke Yukimatsu. Esta es una realidad tangible y objetiva que todos podemos confirmar. Como también podemos asegurar que la ola de cancelación adjunta al genocidio ocurrido y latente en Palestina tuvo más que algo que ver con el descenso a formato paria de HÖR Berlin. En este sentido, y aunque parezca contradictorio, la intermediación digital es la única forma que nos queda para llegar al éxito (entendido en rangos de popularidad) y a su vez tiene la capacidad para destruirnos.
¿Una pregunta suficientemente incómoda?
Hay muchas personas que se han hecho las mismas preguntas estas semanas, y todos ellos, con el mismo orden: ¿Tiene sentido boicotear a Boiler Room? ¿Es posible construir espacios culturales libres de captura en el presente? Y es que estas preguntas atraviesan de forma soterrada muchas discusiones contemporáneas sobre la cultura. En el caso de Boiler Room, la pregunta se dispara por su adquisición reciente por parte de Superstruct Entertainment, un conglomerado europeo de festivales que a su vez pertenece al fondo de inversión KKR, conocido por su participación en industrias armamentísticas, tecnológicas y de infraestructura militar.
Superstruct, dueño de festivales como Sónar, Brunch Electronik, Flow Festival o Sziget, opera más de 80 eventos en 10 países. Su compra por parte de KKR por 1.300 millones de euros ha consolidado un modelo de entretenimiento en vivo gestionado por fondos especulativos. Esta consolidación ha puesto en jaque la narrativa de resistencia cultural que plataformas como Boiler Room han sostenido (y diluyendo) desde su origen. Lo que antes se anunciaba como espacio independiente (atiéndase la cursiva aquí), hoy es una subsidiaria más en una arquitectura financiera donde la cultura es simplemente otro activo más.
No busco ofrecer respuestas unívocas, sino promover preguntas también por mi parte, dado que ahora es Boiler Room pero mañana puede ser aquella entidad cultural que todavía respetas y en la que todavía crees: ¿puede la cultura actuar como espacio crítico si está financiada por quienes se benefician del extractivismo global? ¿Qué significa apoyar una experiencia estética cuando detrás hay una estructura empresarial que se beneficia del sufrimiento ajeno?

Cultura como espacio de invisibilización del poder...
La cultura, en su versión hegemónica, se ha vuelto uno de los lugares más eficaces para disimular el poder. Es allí donde el capital puede fácilmente no ser visto. Ya no se trata de imponer sino de gestionar afectos, de producir atmósferas donde todo parece emancipador, diverso, progresista. Consciente. Pero tras esa superficie pulida operan lógicas de capital de riesgo, vigilancia financiera y rentabilidad sobre las propias identidades. La estética de la inclusión se vuelve un escudo detrás del cual se blanquean operaciones de explotación y dominación.