En el centro de una sala oscura del Art Gallery of Western Australia, dos pequeñas masas blancas, suspendidas en un pedestal y retroalimentadas por un sistema de placas de latón, vibran con una actividad eléctrica que no proviene de un cerebro humano… sino de su sombra cultivada. Son organoides neuronales desarrollados a partir de las células madre del compositor Alvin Lucier, fallecido en 2021, y hoy reconfigurados como el eje central de Revivification, una instalación que plantea, sin pedir permiso, una nueva era en la producción cultural: la de la creatividad necrobiológica.

Aquí no hay hologramas ni prompts. Lo que suena no es una simulación, sino un eco celular. Las neuronas (progenie de la sangre del artista) disparan impulsos eléctricos que agitan mecanismos físicos, traduciendo sus estímulos en vibraciones sonoras, en algo que parece música. Pero, ¿quién está hablando? ¿Quién escucha? ¿Qué estamos presenciando cuando el creador ya no respira, pero su materia sigue generando formas? ¿Hasta dónde puede expandirse una firma autoral? ¿Y qué ocurre cuando esa firma ya no depende del cuerpo?

Revivification no es sólo un tributo: es una provocación biotécnica. Una grieta abierta entre la vida y el archivo, entre el arte y la biología sintética, entre la memoria y el ruido. Es, quizás, el primer paso hacia una producción artística postmortem que no depende del capital simbólico de la nostalgia ni del reciclaje de obras pasadas, sino de una biotecnología del más allá. Una nueva forma de inmortalidad, no digital sino orgánica, donde la creatividad ya no necesita un alma, ni siquiera un lenguaje.

Lo que se juega aquí no es si una máquina puede componer, sino si un artista puede seguir creando sin estar vivo. O más aún: si la creación puede prescindir por completo del creador.

El laboratorio como escenario: del estudio al petri dish...

Lo que antes era estudio, habitación o consola, hoy se despliega en cultivos celulares, microelectrodos y bioingeniería. En Revivification, el espacio de creación no es una mesa ni una partitura: es un laboratorio transdisciplinar donde arte y ciencia comparten instrumental.

Antes de morir, Lucier accedió a donar muestras de sangre. A partir de sus glóbulos blancos se generaron células madre, y de ahí, lo que los científicos llaman organoides cerebrales (estructuras tridimensionales capaces de imitar en parte la organización y actividad de un cerebro humano en desarrollo). No son cerebros, pero lo parecen. No piensan, pero responden.

Estas pequeñas masas neuronales fueron adheridas a una malla de 64 electrodos diseñada por un bioingeniero alemán. El equipo (formado por los artistas Guy Ben-Ary, Matt Gingold y Nathan Thompson, junto al neurocientífico Stuart Hodgetts) desarrolló un sistema que capta los impulsos de los organoides y los traduce en acciones físicas. Veinte placas de latón, distribuidas por la sala como antenas escultóricas, vibran mediante transductores y mazos ocultos, creando una atmósfera sonora en tiempo real.

Pero eso no es todo: el sistema está diseñado para escuchar. Micrófonos registran sonidos del entorno (voces, ecos, respiraciones) y los reintroducen como señales eléctricas al mini-cerebro. La criatura no solo emite, sino que reacciona. Esta retroalimentación convierte la instalación en una especie de ecosistema simbiótico, donde el entorno afecta al órgano y el órgano afecta al entorno.

La genealogía de Alvin Lucier les dio permiso...

Lo que hoy vemos como futurismo biotecnológico no surge de la nada. Revivification es la continuación extrema (y orgánica) de una línea de pensamiento que Alvin Lucier ya había iniciado en los años 60, cuando convirtió su propio cerebro en instrumento. En Music for Solo Performer (1965), conectó su actividad cerebral a electrodos que activaban tambores y platillos. No era sólo un experimento acústico, sino una declaración ontológica: el cuerpo pensante podía ser una interficie.

Lucier no fue el único. Desde la segunda mitad del siglo XX, la música experimental ha estado obsesionada con explorar los límites del cuerpo, el sonido y la conciencia. La generación post-Cage (de David Tudor a Pauline Oliveros) concibió el acto de escuchar como forma de expansión perceptual. Posteriormente, artistas como Stelarc o Eduardo Kac llevaron la obsesión al terreno de la biología, implantando sensores, modificando ADN, cultivando tejidos artísticos. La pregunta ya no era cómo hacer música, sino quién o qué podía hacerlo.

Desde los theremines controlados por ondas cerebrales hasta los proyectos recientes de inteligencia artificial musical, la idea de una música "extrahumana" se ha consolidado como horizonte estético. Sin embargo, lo que diferencia a Revivification de estos antecedentes no es sólo su medio, sino su paradoja: aquí no hay sujeto consciente, ni algoritmo entrenado, ni siquiera intención artística.

Los organoides de Lucier no imaginan una melodía. No recuerdan nada. No tienen historia, ni contexto, ni estilo. Pero su actividad eléctrica genera una forma de presencia acústica que obliga a repensar nuestra noción de autoría.

¿El cadáver creativo y la autoría disuelta?